Hace unos días, mientras escribía la entrada sobre Bobibar, la tienda de Bubble tea que encontré en Barcelona, me puse a darle vueltas (por escrito) a una idea que hace meses que me ronda por esa parte medio vacía del cuerpo que me queda por encima de los hombros.
No son pocas las veces que hablando con compañeros en el extranjero, comentan éstos la sensación de encontrar un rinconcito, una seña en cualquier país que les recuerde a su tierra, y el sentimiento de nostalgia que les invade al encontrarse con dichos símbolos. A saber, restaurantes con las delicias de la madre patria de cada uno, banderas, camisetas, licores o incluso paisanos con los que nos vamos cruzando, son símbolos que apelan al recuerdo y los sentimientos (tan encontrados como perdidos) de aquella tierra dejada atrás por muchos (y cada vez más), por necesidad, o para lanzarse a aventuras más o menos arriesgadas y más o menos exitosas.
Debo decir (a título muy personal, que para eso soy yo el que escribe este blog), que en la mayoría de casos no me siento partícipe de estos sentimientos. Quizás se deba al hartazgo de la retórica derivada del choque de identidades existente en la tierra que dejé. Puede que se deba a que todo símbolo que puedo encontrar aquí no es tan local ni tan cercano como para poderlo sentir algo verdaderamente mío, si no más bien tópicos o puramente comerciales. Ya sean camisetas de equipos de deporte, (léase Barças, Madrides, selecciones varias) o sean los escasos y abusivamente caros restaurantes que por aquí pueda encontrar, no han conseguido despertarme aquél sentimiento que he podido ver en las miradas de otros compañeros en el camino.
O quizás se deba al sentimiento de desarraigo que ha crecido en mí a lo largo de los años, y que reduce mi patria a mi familia y amigos por encima de todo lo demás; o puede que se deba a una cierta frialdad en mí, de la que no he sido consciente hasta el momento, y que hace que este tipo de estímulos me resbalen soberanamente.
Lo más sorprendente es que creo haber sentido algo parecido a ese sentimiento cuando encontré ese reducto de Taiwan, mi actual tierra de acogida, en Barcelona, la ciudad con la que he compartido una de las épocas más importantes de mi vida. Al ver esa ventana de Taiwan en Barcelona, creí echar de menos una tierra que me ha acogido (o en la que he conseguido colarme), y que por mucho que pasen los años, nunca podrá considerarme como un hijo suyo. Puede también que se trate de aquél ejemplo tan de manual, en el que se valora algo de fuera y se menosprecia lo que se tiene en casa.