Existen dos Taipei. El primero es la ciudad que vemos durante el día, cuando la luz del sol (a veces densamente filtrada por las nubes) ilumina las calles, plantas y edificios de la ciudad. Los shangbanzu, trajeados, y las oficinistas desfilan ajetreados, dirigiéndose a sus puestos de trabajo y el vapor de las planchas de los restaurantes de desayunos transporta los olores por las aceras de la ciudad.
Pero existe otro Taipei, una ciudad oculta que aparece bajo ciertas condiciones. Una ciudad secreta que solo se deja ver cuando el sol ya se ha puesto, y que se esconde entre dos estaciones de metro cualquiera. En este Taipei, los secretos se ocultan tímidos, lejos de los cercos de luz bajo las farolas.
En muchas ocasiones, este Taipei secreto está cubierto por un manto de lluvia que vuelve los colores más brillantes, los olores más intensos y la oscuridad más profunda. Los azules y los naranjas rojizos son los únicos colores que sobreviven al negro que tiñe las calles, negro al que irremediablemente desembocan todo el resto de colores. Este Taipei no sale en ninguna guía, ni se ubica en ninguna zona. No se encuentra en las grandes avenidas. No se encuentra en los trayectos en metro, ni en la distancia más corta que une dos puntos en un mapa.
Para encontrarlo, hay que entrar en la madriguera y seguir las luces. Es un Taipei de pequeños restaurantes de nombre japonés, escondidos entre opacas cortinas, y de pequeños altares taoístas en esquinas imposibles.
Los habitantes de este Taipei nada tienen que ver con los viandantes que abarrotan los lugares de tránsito. Como salidos del popular cuento de Lewis Carroll, estos personajes pueblan de manera aparentemente irrazonable esta ciudad escondida, y uno se pregunta cuál es el orden que se esconde en su distribución y su naturaleza.
Una señora de avanzada edad cuida un altar ubicado en un callejón sin salida de uno de los barrios más antiguos de Taipei. El vigilante nocturno de un párking duerme en la caseta, ajeno a un gato que discreta pero implacablemente acecha la bolsa con su cena (que eventualmente se convertirá en la de ambos). La puerta acristalada de una vieja peluquería deja ver a un barbero distraído con las piernas de una chica que aparece en alguno de los extraños programas que ocupan el espectro televisivo local mientras otra chica, extrañamente bien vestida, fuma en el umbral de la puerta, observándome observar la escena.
Y ante ese cuadro uno piensa que, afortunadamente, los rincones que más definen la personalidad de una ciudad, no aparecen en ninguna guía.